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Terrores léxicos

Posted by Luis Zamarreño

Sudores fríos recorren mi cuerpo entero, y una sensación de angustia y bloqueo ocupa todo mi pensamiento. Resulta irónico, el miedo a quedarme en blanco me induce a quedarme en blanco; o tal vez sea el miedo a fallar, a equivocarme.

Quizá no debería haberme presentado a este concurso televisivo, sabiendo lo nervioso que me pongo en público. Pero aquí estoy. Y, en realidad, esta primera pregunta sobre anatomía que acaba de exponer el presentador es sencilla; más aún debería serlo para mí, que ejerzo de médico traumatólogo.

En tal estado de bloqueo histérico, una idea cruza por mi mente sin aviso, y una palabra asoma balbuceante por mi boca. Tardo una eternidad en terminar de pronunciarla, y, durante otra eternidad, decenas de ojos taladran mi cara. El sentimiento de vergüenza empieza a asomar, hasta que el presentador dicta la sentencia:





- ¡Correcto!

Nuevo año 2011

Posted by Luis Zamarreño

Quiero empezar el año publicitando la asociación cultural "La poesía es un cuento".

http://www.lapoesiaesuncuento.es/

Y animaros, este año, a leer todos los días, y poesía de vez en cuando.

Hasta pronto.

Relato: "El sabor amargo de la esperanza"

Posted by Cierzo perdido Tags:


Agarro con fuerza los fríos barrotes que me separan de la libertad. Fuera, el amanecer dibuja la sombra de la muerte a los pies de la horca que gobierna el centro del pueblo. Sopla una leve brisa que mece la cuerda desgastada. Mis manos se aferran al hierro corroído volviendo los nudillos de color blanco. Con la barbilla apoyada en el rugoso saliente aspiro el aire que entra en breves ráfagas perdidas. Un par de segundos. Después, la gravedad hace que regrese al lado del jergón de paja sucia. A la oscuridad. Al polvo que me rodea. A los escasos dos metros cuadrados que tengo por única propiedad desde ya no recuerdo cuándo. El tiempo se ha encargado de borrarlo de los recuerdos.
Me quedo quieto. Tal y como he caído. La cara recostada sobre el duro suelo. Ya no huelo nada. Me he acostumbrado al olor que me envuelve, al hedor del tosco agujero que logré hacer en una esquina, en el único lugar donde las rocas parecían estar menos pegadas entre sí. El resto es una masa sólida imposible de romper. Sólo hace falta levantar un delgado panel del tamaño de una mano y agacharse. Al principio era duro. Siempre tenía que mover algo hacia el agujero para reunirlo con lo demás. Cuando aún tenía esperanzas. Cuando aún pensaba que sólo serían unos días. Contenía las náuseas al aplastar lo nuevo con lo viejo. Pero eso era antes. Después se hizo mecánico. Y luego nada. Incluso las moscas han dejado de visitarme. Y los desechos se han convertido en otra roca más.
El sol se cuela en franjas intermitentes en el suelo. A mi lado. Sobre la mano extendida. El brazo apenas un poco más grueso que una rama. Músculos ausentes y venas que crean telarañas a lo largo de él. Levanto la vista. Aguanto un par de segundos. Los pocos mechones que me quedan caen sobre los ojos. El pelo se ha vuelto quebradizo, frágil, apagado, blanco. Algo se mueve en el techo. Una cucaracha. Un escarabajo. Una araña. Lo que sea. Extiendo el brazo. Me apoyo sobre el abdomen, el corazón golpea despacio y los pulmones me arden. El estómago emite un pequeño gruñido de satisfacción mientras me deslizo y noto la aspereza de las piedras sobre la piel.
Llego a la pared. La tierra cae sobre mis ojos cuando intento levantarme. La punta de los dedos está tan desgastada que las uñas y la carne se han fundido. Miro hacia arriba. El gusano avanza despacio. Encogiéndose y arrastrándose. Dejando tras de sí una baba que resplandece un poco por la luz de la tarde. Aguardo sin moverme. Tampoco es muy difícil. En el centro de la celda, el sol sigue avanzando. Al llegar a mis pies la luna está lista para el relevo. Un poco más. No hay fuerzas para levantarme. Espero hasta que llega a mi altura.
Se retuerce entre mis dedos. Apenas es mayor que el meñique. Lleno de barro, de suciedad, de polvo. Pero no importa. Describe círculos desesperados. Los anillos se contraen, se expanden. Hubo una vez que me burlaba de la gente que no tenía nada para comer y buscaba entre la basura. Ahora quisiera estar en su lugar. Regresar. Volver a casa. Pero sé que no puedo. Necesito salir de ahí pero ya no quedan más que sentimientos vacíos y un cuerpo desgastado.
No cierro los ojos cuando introduzco el improvisado manjar en la boca. Sus movimientos desesperados acariciando el interior de las mejillas, los huecos de los dientes, la lengua reseca. Muerdo. Un líquido lo inunda todo. Viscoso. Amargo. No importa. Sigo masticando. Obligo a los dientes a subir y bajar. A recordar cómo se hacía. Imagino que es pollo. Que es carne. Que es una manzana. Un lejano recuerdo rescatado del baúl cerrado de la mente.
El bolo de carne y saliva desciende por la garganta. Pasa por el esófago y llega al estómago que lo recibe con un estremecimiento. El bol de comida sigue en el suelo, en el mismo lugar donde lo dejaron la última vez. Vacío. Lleno de polvo. Nadie ha vuelto a pasar por la celda desde aquel día.
Repto otra vez a mi punto de observación. Dejo tras de mí jirones de la camisa. Poco queda de aquel atuendo con el que llegué, de la ropa de colores chillones y alegres, de las botas de cuero e instrumentos al hombro. Brujo, brujo, brujo. Me llamaron cuando aparecí en medio del pueblo contando historias de lugares lejanos. Ahora ya queda poco de aquel orgulloso hombre de mirada inquieta y curiosidad insaciable.
Mis ojos parecen querer escapar de la calavera en la que se ha convertido el rostro. Pero no pueden, igual que no puedo traspasar los barrotes. Ni las paredes. Ni el techo. Sólo observar el vacío y desolador pueblo. Casas de piedra. Vegetación salvaje. El viento jugando con hojas marchitas y tejados rotos. Y, en el centro, aquella horca que construyeron el día siguiente de mi llegada.
No necesito cerrar los ojos para recordar el miedo en las miradas de la gente. Los niños escondiéndose detrás de las faldas de sus madres. Las mujeres sosteniendo los cestos de comida y ropa. Los hombres con las azadas y hachas sobre los hombros y las camisas abiertas y pegadas al cuerpo por el sudor. Todos mirándome con recelo. Apartándome de su camino mientras me sacaban de la celda donde me habían recluido y me llevaban al centro de la plaza. La cuerda, nueva, recién entretejida, esperándome. El hueco exacto para introducir la cabeza. El verdugo con una capucha negra escondiéndole el rostro. La sonrisa orgullosa del alguacil, los temblores de los guardias mientras me empujaban con las lanzas. Afilados dientes para despedir la vida. Uno, dos escalones. El alcalde del pueblo levantando la mano. El silencio rodeándome. El roce de la horca sobre la piel. El vacío debajo. Los pies balanceándose. La garganta cerrada. El oxigeno escapando de los pulmones. Los últimos latidos. Caras difuminándose. Cielo y casas fundiéndose en un mismo torbellino de colores. El suelo extendiéndose hacia el infinito. Roce de telas. Un cesto cayendo. Pies rompiendo el silencio que crecía a mi alrededor.
Una voz susurrándome al oído. Tentadora, suave, atrayente. Una oferta. Mi cabeza asintiendo. Aceptando el trato. Un hombre. Una mujer. Ángel. Demonio. Real. Imaginación. Una figura envuelta en una capa negra que se aleja. Cabellos oscuros ondeando al viento invisible.
Abrí los ojos. Brujo, brujo, brujo me llamaron al llegar. Diablo, diablo, diablo, al quitarme la cuerda después de sesenta minutos con los pies sobre el vacío y la soga rodeándome el cuello. Las lanzas temerosas de tocarme. La gente huyendo de la plaza. Los niños traspasando los dinteles de sus hogares, buscando refugio junto a sus jergones de paja. Las madres aferrando a sus pequeños bebés en los brazos, tapándolos con los mantones, olvidando la fruta recién recogida y la ropa traída del río, los esfuerzos de toda la mañana. Hombres hinchando el pecho intentando esconder el miedo que asomaba entre sus ojos. El orondo y orgulloso párroco acariciando una y otra vez la biblia que aferraba entre sus manos y murmurando oraciones en latín que sólo él comprende mientras iba, con la cabeza gacha, hacia la casa que hay enfrente de la horca. Deteniéndose en la puerta, alzando la cabeza, mirando la cruz clavada en lo alto. Mano en la frente, en el vientre, en los hombros. Derecha. Izquierda. Empieza de nuevo. Ahí se queda hasta que el sol se esconde. Hasta que la luna se acuesta. Y empezó un nuevo día.
A mitad de camino, de regreso a la celda, una piedra impactó en mi cuerpo. Como una picadura. Ni siquiera de insecto. Un leve roce de tierra que manchó la ropa. Ni siquiera miré atrás. Tampoco cuando la ropa empezó a pesar. O la sangre a crear hilos sobre la cara. Volví a la celda con mirada en tonos rojizos. Y dolió más oír la bisagra de los barrotes que la caída sobre las frías y ásperas baldosas. Nunca confíes en nadie. Lo había escuchado un montón de veces. Nunca hice caso.

La luna y el sol se empezaron a alternar fuera. La cuerda empezó a deshilacharse. Los niños crecieron. Las casas envejecieron. Nadie se marchó. Nadie más llegó al pueblo. La horca se volvió parte del paisaje. El cuenco de comida con el primer rayo. Apenas un par de mugrientos trozos de pan. Mohosos. Duros. Olvidados. Agradecía que la taza del agua fuera de metal oscuro porque el líquido descendía envuelto en llamas por la garganta. Empezaron a distanciarse los días. Hoy sí. Hoy no. La taza rebotando en las paredes. Intento de rescatar algunas gotas del suelo. El cuenco con pedazos más pequeños que las uñas. Semanas y olvidos hasta que no hubo más.
En las puertas empezaron a aparecer señales. Blancas. Diagonales que llenaban toda la madera. Por la noche veía entrar al párroco. Con la luz del día alguien se acercaba y pintaba tembloroso para marcharse corriendo al terminar. La casa quedaba clausurada. Nadie entraba ni salía desde ese momento. Ni siquiera los niños que hubiera dentro y que asomaban sus caras famélicas a través de las ventanas. Ojos hundidos y manos apenas más gruesas que ramas de arbustos. La gente evitaba pasar al lado de las paredes, dejando varios metros entre ellos y la señal. Los rostros finalmente desaparecían. Pero no el temor. El pueblo se convirtió en un bosque de miradas lúgubres, pasos vacilantes y grandes rodeos hasta que fue imposible evitar las casas convertidas en tumbas.
Desde mi puesto de observación creía ver una figura que entraba en las casas antes que el sacerdote. Capa negra. Rostro escondido. Menuda. Gigantesca. Apenas un destello. Cuando quería verla de forma más clara ya no estaba. Siempre de espaldas. Nunca se detenía a desvelarme su rostro. Se dirigía decidida a un lugar en concreto. Un grito se agolpaba entonces en mis cuerdas vocales. Desesperado por salir. Sediento por surcar el aire y enredarse entre esos cabellos oscuros que escapaban de la capucha. Deshacer mis palabras. Regresar a la horca y descansar finalmente.
Pero nunca lo logré. Vi cómo las puertas se pintaban una a una. La desaparición del pueblo. El párroco dejando caer la brocha al suelo tras trazar la primera diagonal en su propia puerta. La última casa que quedaba sin señal todavía. Convertido en una sombra de sí mismo. Apenas piel sobre hueso. Ojos en una calavera amarillenta. A su alrededor silencio. Un único espectador de la tragedia. Yo. Desde la celda. Pero el hombre vestido de negro gastado no se acuerda de nada. Mira la horca pero no la ve. Levanta la vista al cielo pero sus ojos no aprecian la luz del mediodía. Vuelve a la puerta. A la cruz que apenas se sostiene sobre ella y que cae a sus pies en ese momento. Intenta levantar la mano para tocar su frente pero, igual que un árbol cuando el leñador le toca al terminar, cae y levanta una breve y apenas perceptible nube de polvo. Ya no se levanta. Vi a la figura desconocida visitarle por la noche.
El pueblo se vuelve sombra. Las tejas van cayendo. Incluso desaparecen los huesos de la entrada de la casa que hay al otro lado de la horca. Las piedras se agolpan sobre el suelo. La desolación deja caer su manto del olvido. Pero, para mi infortunio, nunca toca mi prisión. Las paredes se mantienen tan firmes y sólidas como el primer día.
Aguardo mirando la plaza. La horca. Espero que vuelva la figura desconocida. Abra la puerta. Me tienda la mano. Me mire con sus ojos oscuros y me diga que ya es la hora de liberarme de mi elección. En mi interior sé que nunca va a ocurrir. Me niego a creerlo. Todavía confío en algo llamado esperanza. Es lo único que me queda.
Me giro. Levanto la vista: la leve claridad de la mañana revela un pequeño bulto moviéndose lentamente en lo alto de una pared.